“Predecir es muy difícil, sobre todo el futuro” versa el dicho. Sin embargo, me arriesgaré con unas líneas para ordenar las ideas detrás de mi optimismo para el corto plazo: Creo que Argentina volverá a crecer, y que pasará pronto. Este optimismo, que decae a medida que alargamos el horizonte y pensamos en el mediano y largo plazo, tiene su origen en un doble diagnóstico de la situación económica argentina.
La primera parte es que creo que detrás el estancamiento del último tercio del kirchnerismo no había un problema de demanda, sino de oferta. Argentina no crecía por la escasez de dólares, de insumos importados, de energía, por la falta de expansión de la frontera agrícola o los stocks ganaderos, mineros o petroleros, por los costos de transacción implícitos en el cepo o en la administración opaca del comercio exterior o en la deficiente infraestructura de logística y comunicaciones.
La producción argentina no pudo seguirle el ritmo a los agónicos cartuchos de demanda que el gobierno derrochaba en apuntalar la actividad - déficit fiscal creciente, atraso cambiario con cierre de importaciones, retraso de las tarifas, controles de precios, tasas de interés reprimidas y crédito dirigido, etc. El sistemático impulso a la demanda no genero crecimiento, sino solo presión sobre una oferta estrangulada.
Esta situación se complementa con la segunda parte del diagnóstico. Creo que la contracción de 2016 es principalmente un problema de demanda: el impacto contractivo de corto plazo del combo de políticas implementadas desde diciembre. Podemos discutir si es buena la relación costo/beneficio - en especial frente al fallido experimento de 2014 -, si se subestimo la longitud o intensidad de la transición o si hubiera sido conveniente otro punto entre el shock y el gradualismo. Lo cierto es que concentrar los costos al inicio fue una decisión estratégica que tomó una dinámica que era esperable que tomara.
La recesión de 2016 se explica, entonces, por un shock negativo de demanda. Devaluación, suba de tarifas, combustibles y tasas y liberación de precios reprimidos golpeo la capacidad de compra de los salarios. El ajuste fiscal del primer semestre, principalmente en obra pública, afectó la inversión y la política monetaria contractiva, inevitable tras la salida del cepo, hizo su aporte restringiendo la liquidez.
Es a partir de la combinación de ambos diagnósticos que soy optimista con el futuro cercano.
En primer lugar, porque creo que el shock negativo de demanda ha comenzado a revertirse. Con la baja de la inflación, la capacidad de compra de salarios, jubilaciones y política social comienza a recuperarse, la política fiscal ha tomado nuevamente un sesgo expansivo y la política monetaria se mueve a un terreno más laxo. El mundo cercano, mientras tanto, muestra también un panorama algo más alentador. Creo que las fuentes de contracción que operaron en contra en 2016 jugaran a favor en 2017, el año del rebote.
En segundo lugar - y mucho más importante que primero – el país experimenta, desde fines del año pasado, un brutal shock positivo de oferta, cuyo impacto es menos inmediato que el de demanda. La salida del default y del cepo, la baja de la tasa de descuento país y la caída de riesgo de crisis de balance de pagos, la extensión del horizonte de planeamiento, el acceso al financiamiento, una política comercial más laxa con los insumos, etc.
A diferencia de 2016, cuando el shock negativo supero al positivo, en 2017 ambos efectos jugarán en el mismo sentido y es muy probable que el país vuelva a crecer.
A partir de allí, sin embargo, y agotado el transitorio efecto rebote de la demanda, el país entrará en el mas viscoso terreno del mediano plazo, cuando deberán enfrentarse tensiones de difícil resolución. En primer lugar, la necesidad de completar la corrección aún inconclusa de precios relativos con consecuencias, como vimos este año, desagradables en el corto plazo. En segundo lugar, la necesidad de sustituir la fuente de demanda publica sobre la actividad y empleo con expansión privada, inflada con anabólicos en el pasado. Finalmente, la necesidad de balanceo entre sectores ganadores y perdedores para evitar que la probable transición de la estructura productiva derive en problemas de empleo y costos sociales.
Frente a este escenario, la estrategia del gobierno para cortar este nudo gordiano es apelar a la inversión, único componente que es, en simultáneo, una fuente de expansión de demanda y oferta. El crecimiento en el mediano plazo - digamos, en la segunda mitad del gobierno de Macri - dependerá, como diría Keynes, de los animals spirits, de la percepción de que el crecimiento será sostenido y que vale la pena hundir capital en infraestructura, comunicaciones, en construcción privada, inversión petrolera, minera o agrícola, en maquinaria industrial, en soft, etc.
La estrategia del gobierno es ambiciosa pero arriesgada, en tanto la última ancla es la propia confianza en su éxito. El presente de la Argentina dependerá principalmente de su propio futuro y la ausencia de esta fuente de crecimiento, que tendrá que aparecer más temprano que tarde, nos expone a la tentación de repetir viejas recetas, que beneficien el cortísimos plazo y atenten contra la propia sostenibilidad del crecimiento.
Resuelta esta tensión entonces sí, quizás, empezaremos a discutir el largo plazo y los modelos de desarrollo. Dejémoslo para otro post porque, quien sabe, quizás en el largo plazo, como también decía Keynes, estaremos todos muertos.